5.3- Poder Conversion y cambio social

Tomás Ibáñez
De la complacencia a la conversión: una cuestión de poder

La diferenciación entre los procesos de influencia y las relaciones de poder es tan antigua como útil. Sin embargo, el hecho mismo de necesitar explicitar esa separación constituye en sí una prueba de su estrecha relación.
Muy a menudo el poder ha sido concebido como una característica o propiedad de la fuente de influencia, de modo que podía modular los efectos ejercidos sobre el receptor de influencia. Una fuente dotada de poder engendra mecanismos de sumisión, por miedo a los castigos o por deseo de gratificaciones; puede poner en marcha mecanismos de identificación, basados en el prestigio del poder, o simplemente activar hábitos, profundamente interiorizados, de obediencia sistemática a la autoridad. Estos mecanismos suscitan conductas de aquiescencia, de complacencia, de conformismo, de adhesión pública y explícita. En otros términos, el punto de vista que se manifiesta a partir de una posición de poder goza de muchas posibilidades para engendrar un automatismo comportamental por el que el sujeto se alinea con el discurso de la fuente.
[264] Además, como el poder generalmente acentúa la credibilidad y la atracción de la fuente, esto basta para comprender que haya sido concebido como un componente fundamental de los procesos de influencia. En definitiva, sería la dependencia que une el receptor a la fuente lo que explicaría que se produzcan los efectos de influencia. Este punto de vista conlleva dos consecuencias esenciales: la primera consiste en una concepción unificadora, monolítica, uniforme, de los procesos de influencia, ya que según este tipo de análisis reposarían todos ellos en un mecanismo único referido en términos de dependencia; la segunda se refiere a la imposibilidad de explicar el cambio social. En efecto, todo proceso «instituyente», entendiéndose por esto todo fenómeno innovador en el plano de las creencias y prácticas sociales, adquiere siempre, en sus inicios, una forma minoritaria y dominada con relación a lo «instituido». Dicho sintéticamente, una fuente desprovista de poder no puede influir; sólo puede ser influida.
Frente a esta concepción de los procesos de influencia simplificadora y a todas luces insuficiente, Moscovici (cf. Moscovici y Ricateau, 1972; Moscovici, 1976) ha mostrado tres cosas fundamentales. En primer término, que la influencia no constituye un patrimonio exclusivo de las fuentes que ocupan una posición socialmente dominante o que gozan de atributos de poder. En segundo lugar, que el hecho mismo de ocupar o no una posición de poder va a determinar la naturaleza de los efectos de influencia producidos sobre el sujeto: una fuente dotada de poder engendra una conformidad superficial, o una complacencia, como resultado de la relación de dependencia que logra establecer; por el contrario, una fuente desprovista de poder en ciertas condiciones engendra un cambio profundo, una conversión implícita, fruto del trabajo cognitivo al que se ve abocado el sujeto. Formulado en términos de mayoría-minoría, eso significa que cuando somos minoritarios, desviados, dominados, nos mostramos aquiescentes, pero no nos convertimos. Por el contrario, cuando somos mayoritarios, normales, dominantes, rehusamos mostrarnos aquiescentes, pero nos dejamos convertir. Y, en último término, [265] Moscovici ha mostrado que la influencia no se reduce a un proceso único, sino que reposa en varios procesos diferentes, polimorfos, complejos, sustentados por mecanismos cualitativamente distintos.
Pero, ¿por qué se es tan sensible a la influencia minoritaria? En balde se puede buscar una explicación en el marco de las teorías psicosociológicas funcionalistas. Estas dan cuenta del asentimiento conformista y de la resistencia al cambio profundo; pero nada nos dicen sobre el debilitamiento de esas resistencias y de la adopción implícita del punto de vista del otro.
La teoría de la disonancia cognitiva (Festinger, 1957) ofrece, por ejemplo, una explicación bastante plausible de cómo se mantiene una opinión privada: si dependo de la fuente, entonces sé perfectamente por qué me muestro públicamente conformista con su punto de vista, por lo que no tengo que cambiar realmente mi creencia personal. Por su parte, la teoría de la reactancia (Brehm, 1966) puede igualmente explicar este fenómeno: frente al poder reestablezco mi libertad no cediendo a nivel privado. De igual modo, la teoría de la comparación social (Festinger, 1954) también da cuenta de cómo se adopta explícitamente el punto de vista del otro cuando el mío es incierto o porque deseo hacer como «mis semejantes».

Pero, ¿por qué se cambia cuando nada nos induce a conformarnos explícitamente a los criterios del otro y dado que además, al no vernos obligados por una relación de dependencia, hemos expresado públicamente nuestro desacuerdo con una fuente carente de poder? No es por miedo a ser diferentes, o «heterofobia», ya que dado que el otro es minoritario, es justamente al interiorizar su punto de vista como nos diferenciamos. Tampoco es para evitar un conflicto, ya que precisamente se rehúsa ceder al nivel accesible a la minoría, es decir, a nivel manifiesto. Ni siquiera es para obtener más ganancias, ya que la minoría no es gratificante, ni siquiera en término de identidad positiva. Y después de todo, tampoco es porque los argumentos minoritarios sean «mejores» que los otros, ya que los efectos de conversión o de complacencia se observan cuando se [266] mantiene constante el contenido del mensaje (Maass y Clark, 1986), variándose únicamente su asignación a una minoría o a una mayoría.

¿Sería entonces, como sostiene Moscovici (cf. Paicheler y Moscovici, 1984), porque el conflicto, creado por la consistencia con la que la minoría mantiene su punto de vista, nos fuerza a realizar un trabajo de «validación cognitiva» cuyo resultado sería la modificación de nuestro sistema de creencias? Por nuestra parte, no estamos convencidos de ello. Pero antes de sugerir una interpretación alternativa, en términos ésta de mecanismos de resistencia y de relaciones de poder, intentaremos examinar de forma crítica la explicación propuesta desde el marco de la «teoría de la conversión» (Moscovici, 1980).

Notas críticas sobre el estudio de la conversión

La conversión constituye un «sutil proceso de modificación cognitiva o perceptiva por el cual una persona continúa dando su respuesta usual mientras que implícitamente adopta los puntos de vista o las respuestas del otro» (Paicheler y Moscovici, 1984, p. 153). Sin la menor duda, esta definición rompe con la idea habitual que teólogos, sociólogos (cf. Snow y Machalek, 1984) y hasta el sentido común, dan al término «conversión» (véase el capítulo 14). En efecto, no se trata aquí ni de «conversión/retorno», ni de «conversión/mutación», ya sean progresivas o fulgurantes, individuales o colectivas, pasajeras o definitivas. Tampoco se encuentra en esa definición una referencia a la existencia, de hecho bastante habitual, de un cambio que vaya más allá de las creencias de modo que influya en «la forma de ser», el estilo de vida y la identidad del converso, el cual se siente impulsado a proclamar su nuevo credo con mayor intensidad de lo que lo hacen sus correligionarios.
Dejando de lado los problemas de cariz terminológico, no estamos plenamente convencidos de que algunos experimentos, incluso de entre los más espectaculares realizados [267] para estudiar los procesos de conversión, versen realmente sobre la «conversión» tal como la define Moscovici. Uno se puede preguntar, en efecto, si el famoso experimento de Moscovici y Personnaz (1980) sobre la modificación del «código perceptivo», a menudo presentado como crucial, ilustra realmente un fenómeno de conversión. Recordemos que en este experimento (cf. capítulo 2) los sujetos confrontados a diapositivas azules reciben una información o bien que la mayoría de sus semejantes las ven efectivamente azules y que una minoría las ve verdes, o que sólo una minoría las ve azules, como ellos mismos, y que la mayoría las ve verdes. Los sujetos que se perciben como mayoritarios sufren una influencia latente por parte de la minoría. Esta influencia se manifiesta en el efecto consecutivo (after-effect) por un desplazamiento hacia las longitud de onda complementarías del color verde. Como este fenómeno no se produce en los sujetos que se perciben a sí mismos como minoritarios, parece entonces que la influencia minoritaria se traduce aquí en un cambio latente del código perceptivo, es decir, en un fenómeno de conversión en el sentido de Moscovici. Pero, ¿es este el caso?
Nuevas orientaciones en el campo de la neurofisiología de la visión (Varela, 1985) muestran que lo que afecta directamente a nuestra retina sólo contribuye de forma minúscula a la construcción de lo que «vemos». En efecto, se ha probado que las células del cuerpo genicular lateral, tradicionalmente concebido como una simple etapa intermediaria entre la retina y las áreas visuales del córtex, reciben menos del 20% de sus aferencias de la retina y más del 80% provienen de diversas zonas corticales. Lo que llega a las áreas visuales ha sido previamente «trabajado» con informaciones que no tienen a la retina por fuente principal. La influencia de los factores cognitivos es, pues, considerable, incluso tratándose de la percepción de los colores que, no lo olvidemos, no existen en la naturaleza.
En el experimento de Moscovici y Personnaz, la manipulación a la que son sometidos los sujetos, entre otras cosas, lleva a quebrantar en un caso y a confortar en el otro la confianza, que tienen en la «normalidad» de sus [268] capacidades perceptivas. Un sujeto confrontado a una diapositiva efectivamente azul y al que se le quebranta su confianza, tratará efectivamente de reestablecerla. Ahora bien, no olvidemos que las personas en su vida diaria, al igual. que los científicos en su profesión, escrutan la información con un objetivo esencialmente confirmatorio de sus hipótesis y de sus creencias (lo sentimos por Sir Karl Popper!). El proceder cognitivo de nuestro sujeto en cuestión, perturbado como está en su certeza, podría ser más o menos de este tipo: «¿Por qué esta diapositiva a mí me parece azul cuando esta gran mayoría de mis semejantes afirma que es verde? ¿Me equivoco al pensar que es azul? ¿Es verdaderamente azul?... No me cabe la menor duda, cuanto más la miro más me parece que tengo razón: ¡es azul!». ¿Qué ocurre cuando una persona se centra mentalmente en el azul o piensa intensamente en el azul? Simplemente que esta focalización cognitiva sobre el azul conlleva un efecto consecutivo en la zona complementaría del azul. En última instancia se puede imaginar que incluso en ausencia del estímulo visual «azul» una representación mental suficientemente intensa del azul podría producir un efecto consecutivo similar.

Por el contrario, un sujeto confrontado a una diapositiva realmente azul, y al que se le refuerza la confianza que tiene de su capacidad perceptiva, no necesita probarse a sí mismo que tiene razón buscando para ello elementos de confirmación. Ningún peligro le acosa; puede satisfacer su curiosidad de saber lo que en el objeto puede inducir a ciertas personas a «equivocarse». El proceder cognitivo de nuestro sujeto, confortado en su certeza, será entonces del tipo siguiente: «Curioso, estos individuos que ven “verde”... ¿qué es lo que puede inducirlos a error de esta manera? ¿Cómo pueden ver esto “verde”? ¿Qué hay en estas diapositivas que pueda inducirles a pensar que son verdes?». Centrándose cognitivamente sobre el verde, buscando los «indicios» del verde, el efecto consecutivo que aparecerá para el sujeto se situará en la zona complementaría del verde. Y esto no porque su código perceptivo se haya modificado de modo que vea el objeto más «verde» de lo que lo veía antes, [269] sino porque ha «construido algo de verde» en su cabeza y esto es lo que reciben las células del cuerpo genicular, es decir, algo que no proviene de la retina sino del córtex.

Sin la menor duda, el experimento de Moscovici y Personnaz provoca efectos consecutivos diferenciados, pero eso no indica necesariamente una modificación del «código perceptivo» y no es seguro que ello constituya el resultado de un proceso de influencia. Los efectos observados pueden más bien imputarse a que con la manipulación de los sujetos se consiguen inducir focalizaciones cognitivas sobre diferentes colores. En lugar de pensar que la opinión, los juicios o los «códigos» de los sujetos han sido modificados por un punto de vista diferente al suyo, habría que admitir simplemente que informaciones diferentes han encaminado los sujetos sobre pensamientos diferentes y lo que se ha obtenido sólo es el reflejo de caminos cognitivos diferentes. ¿Está esto ligado específicamente al hecho de que una fuente sea minoritaria y la otra mayoritaria, y se puede decir que sea precisamente eso lo que producen estos tipos de fuentes? Tenemos muchas razones para dudar de ello, ya que cada vez que se induzcan, por el procedimiento que sea, contenidos de pensamientos diferentes en los sujetos, es evidente que uno se puede esperar que se encontrarán indicadores de esa diferencia. Lógicamente, eso no es más que una cuestión de sensibilidad de los instrumentos de medida. Para que esas diferencias puedan ser imputables a la influencia de las fuentes mayoritarias o minoritarias, sería necesario que esos indicadores no sean simplemente el reflejo de lo que ya se ha introducido de entrada, es decir, habría que dar con itinerarios de pensamiento diferenciados que indiquen una modificación diferencial de las opiniones, de las creencias o de los «códigos» de los sujetos en función de la naturaleza de la fuente. Ahora bien, estos indicadores no parecen encontrarse en ninguna parte.
Diversos resultados empíricos avalan la viabilidad de las dudas que acabamos de exponer. Así, en un experimento con el paradigma azul-verde en el que no se pudieron replicar los resultados hallados por Moscovici y Personnaz (1980), Doms y Van Avermaet (1980) ya se preguntaron [270] en su día por los efectos que tendría la intensidad con la que los sujetos escrutaban los estímulos. En otro intento de réplica, Sorrentino, King y Leo (1980) han obtenido resultados que ponen de manifiesto la importancia de este factor. En efecto, sus resultados han mostrado que el efecto consecutivo sobre el complementario del verde se producía esencialmente en los sujetos que sospechaban de las finalidades reales del experimento, independientemente de la naturaleza mayoritaria o minoritaria de la condición de influencia en la que se hallaran. Los autores interpretaron estos resultados en términos de aumento de la atención de los sujetos sobre los estímulos presentados, interpretación aún más plausible dado que esos mismos efectos pudieron obtenerse meramente variando la intensidad luminosa de las diapositivas. Así, el simple hecho de prestar mayor atención a las diapositivas, por ejemplo, debido a un aumento de la intensidad luminosa de las mismas, basta para producir la modificación del efecto consecutivo que Moscovici y Personnaz observaron en la situación minoritaria. ¿Qué se puede concluir? Simplemente que, como hemos tratado de sugerir con nuestra interpretación, lo que está sucediendo es que en una situación minoritaria del paradigma azul-verde se está propinando una incitación a escrutar la diapositiva, a que se busque el verde. Y los pigmentos verdes que el sujeto no deja de encontrar, ya que están efectivamente presentes a nivel cromático, ayudan al sujeto a «construir el verde» en su cabeza y a percibir en consecuencia un efecto consecutivo complementario del verde. Pero no por ello se ha influido o modificado su «código perceptivo».

Estas reservas que manifestamos respecto a una cierta utilización del paradigma azul-verde no alteran nuestra convicción de que los resultados elaborados en el marco de las investigaciones sobre la influencia minoritaria sean válidos. Demasiados experimentos los corroboran para que podamos ponerlos en duda, y, por ejemplo, los resultados del experimento de Moscovici, Lage y Naffrechoux (1969) son indiscutibles. Pero, ¿qué sucede con la interpretación teórica elaborada para dar cuenta de esos resultados? Recordemos que esta interpretación teórica se articula [271] esencialmente en términos de «conflicto», por una parte, y de «trabajo cognitivo», por otra. La aquiescencia superficial, y casi automática, obtenida por la fuente mayoritaria bloquea todo esfuerzo cognitivo orientado hacia la reconsideración de la cuestión de fondo, dejando, pues, sin cambiar la posición en litigio. Por el contrario, el conflicto introducido por la consistencia de la fuente minoritaria obligaría al sujeto a un esfuerzo de validación cognitiva de las posiciones en litigio que le lleva, o que puede llevarle, a una restructuración de sus creencias.
Por nuestra parte, nos parece que esta explicación depende en gran medida de la ola cognitivista de los años sesenta (cf. Abelson et al., 1968), reflejando sus principales características. Ciertamente, dado que las creencias son elementos de orden cognitivo, sería absurdo pretender excluir toda referencia al campo cognitivo para explicar su cambio. Dicho esto, no menos cierto es el parentesco con la teoría de la disonancia sobre el tipo de explicación propuesto. La teoría de la disonancia nos dice que cuando se acepta presentar como propio un punto de vista que no se comparte en realidad, sólo se cambia si no se ve una razón suficiente que dé cuenta del comportamiento adoptado. Por el contrario, no se cambia cuando se percibe una razón suficiente para explicar la propia conducta. Por ejemplo, si nos obligan a hacerlo o nos recompensan abundantemente. Por otra parte, cuando cambio es esencialmente con el fin de resolver un conflicto cognitivo. De forma similar, la teoría de la conversión predice que no cambiamos cuando disponemos de una buena razón para explicarse a uno mismo la adhesión al punto de vista del otro (dependencia), y que sólo cambiamos cuando no vemos una razón imperativa para hacerlo (ausencia de dependencia).
Tanto en la teoría de la conversión, como en la teoría de la disonancia, la motivación o el proceso que desencadena la actividad cognitiva que produce el cambio, es de orden cognitivo. En la teoría de la disonancia lo que desencadena la actividad de reestructuración cognitiva, reductora de la disonancia y productora del cambio, es el conocimiento por parte del sujeto de que se dan dentro de sí [272] elementos de creencias cognitivamente incompatibles. En la teoría de la conversión es la «duda» creada en el sujeto por la consistencia del otro la que desencadena un conflicto cognitivo que conduce a una reconsideración cognitiva del objeto en litigio (proceso de validación). Ahora bien, esta duda es de orden cognitivo ya que deja de producir sus efectos a partir del momento en que se psicologiza o se «sociologiza» al otro (cf. Mugny, Kaiser y Papastamou, 1983). La influencia de la fuente minoritaria se bloquea en cuanto aparece alguna sobredeterminación psicológica o social que permite evaluar la posición o los argumentos de la fuente sobre criterios que no se limitan únicamente al contenido propiamente cognitivo inducido por el mensaje minoritario. Lo que crea el conflicto cognitivo es, pues, la coexistencia de dos creencias que son incompatibles en el marco de una representación monista de la verdad: «estoy convencido de que tengo buenas razones para sostener mi punto de vista, y además gozo del apoyo de la mayoría, pero..., sin embargo, debo admitir que el “otro” está en la misma situación que yo y tendrá sus razones, ya que insiste y se muestra dispuesto a aceptar los inconvenientes de la disidencia». Esto constituye un detonador de orden cognitivo, no muy alejado del postulado por la teoría de la disonancia, incluso pese a que el que introduce el elemento contradictorio aquí no es el propio sujeto, sino algún otro.

En cierto sentido la teoría de la conversión da la impresión de ser una copia «simétrica» de la teoría de la disonancia. Esta última nos indica que el sujeto modifica sus creencias cuando accede a expresar un punto de vista diferente al suyo, sin gozar de una buena razón para hacerlo. La teoría de la conversión nos dice que el sujeto modifica sus creencias cuando rehúsa acceder a expresar un punto de vista diferente del suyo porque percibe una buena razón para no hacerlo (por ejemplo, porque el que defiende este punto de vista es minoritario). En la teoría de la disonancia el sujeto cambia cuando dice «sí» sin razón, mientras que en la teoría de la conversión el sujeto lo hace cuando dice «no» con razón, de cualquier modo en ambas teorías el tipo de explicación tiene una naturaleza similar.

[273] Esta similitud se acentúa más si se tiene en cuenta que, a semejanza de la teoría de la disonancia, la teoría de la conversión es probablemente demasiado dependiente, en su interpretación teórica, de un enfoque individualista en psicología social. Y esto no sólo en el sentido de que se desatienda a los fenómenos de conversión colectiva, sino sobre todo porque, después de todo, es «en la cabeza» del sujeto individual en donde acontece todo. Las primeras investigaciones de la influencia minoritaria se habían centrado en el análisis del «conflicto social» y del proceso de negociación que se tropezaba con la ruptura del consenso por parte de la minoría. Pero, poco a poco aquello se ha ido esfumando para poner más interés ahora en los aspectos menos sociales del proceso de influencia, es decir, en la naturaleza de la actividad cognitiva desarrollada por el individuo. Nos parece que el punto culminante de esta evolución psicologizante se alcanza con los experimentos de Moscovici y Personnaz (1980) y Personnaz (1981). En efecto, las variables «sociales» se reducen en estos casos a una simple información sobre el porcentaje de sujetos que han emitido respuestas semejantes a las del sujeto o a las del cómplice. Esta línea de experimentación, que en cierto sentido busca un mere minority effect nos parece tan discutible como aquella de Zajonc (1965) cuando buscaba los efectos de la «mere exposure» para dar cuenta de las situaciones de copresencia, o la de Tajfel (cf. Tajfel et al., 1971), que hablaba como si existiesen los «mere categorization effects» que bastaban para explicar la discriminación intergrupal. Se trata de orientaciones que vacían los fenómenos de su contenido social y que necesitan acto seguido reintroducir expresamente este contenido para dar cuenta de resultados empíricos inexplicables en términos de efectos genéricos (por ejemplo, la necesidad de introducir el tipo concreto de relación social que se establece entre los sujetos en una situación de copresencia). Así, la minoría, tal como es operacionalizada por Personnaz (1981), no parece ser una minoría en el sentido social, sino más bien una minoría en el sentido formal de los estadísticos.

Nos parece que los «sesgos» cognitivistas e individualistas [274] que se pueden detectar en la teoría de la conversión pueden provenir de una tendencia a subestimar la importancia de las relaciones de poder y del conflicto «social» que se encuentran presentes en todos los procesos de influencia, incluidos los procesos de influencia minoritaria. En efecto, el poder no es una cosa de la que «dispone» la mayoría. Es siempre una relación que se establece entre dos polos. El hecho de que exista un polo dominante no significa que el otro no desempeñe ningún papel en la constitución de la relación de poder, ni que esté desprovisto de poder. Si esto fuera así, no habría dominación propiamente dicha y no se encontraría mas que el libre curso dado por un agente a la realización de sus deseos o de su voluntad. Hacer caso omiso de la existencia del poder que constantemente se da entre la fuente y el sujeto, nos lleva imperceptiblemente a tratar el conflicto social como si sólo se tratase de un conflicto cognitivo. O, más exactamente, a considerar sólo la vertiente cognitiva e individual de un fenómeno profundamente anclado en lo social.

Poder, resistencia y conversión

El reconocimiento de la eficacia persuasiva de una fuente que no se encuentra en posición de dominación y que no se beneficia de una relación de dependencia estructurada en beneficio suyo puede dar la ilusión de que esta fuente está «desprovista de poder» y que la influencia minoritaria se desarrolla entonces en un «espacio vacío de poder». Dejando de lado que no sabríamos ya muy bien a qué se podría parecer un espacio de ese tipo, desde el punto de vista de la realidad social, resulta claro que los términos en los que se formula la influencia minoritaria están impregnados de referencias implícitas al poder. Y esto tanto para explicar la ausencia de influencia manifiesta como para dar cuenta de la conversión, tal y como se podrá ver a continuación con respecto al miedo a la diferencia y a la dimensión social del conflicto.
[275] Primero, el miedo a la «diferencia»: si la fuente minoritaria no conlleva (o conlleva poca) adhesión explícita, eso se debe concretamente a que suscita un cierto «miedo». El miedo de ser categorizado como «diferente» y de tener que adquirir en consecuencia aspectos negativos de la identidad minoritaria. Ahora bien, esta «heterofobia» sería difícilmente explicable si la «diferencia» no estuviera acompañada de un cierto coste social. El temor a la «diferencia» sólo existe porque ésta está sancionada socialmente. Prueba de ello es el hecho de que lo que importa al sujeto no es tanto «saberse diferente» cuanto «mostrarse diferente». En efecto, cuando la mayoría «ve» verde allí donde el sujeto ve azul, éste dirá «verde» para no «mostrarse diferente» pero no cambiará su percepción, aunque esta persistencia implique, sin embargo, que «se sepa diferente». Si la heterofobia no tuviera una base social que se pudiera expresar en términos de costes sociales, el hecho de «saberse diferente» debería engendrar los mismos efectos que el miedo de «mostrarse diferente» y debería entonces producirse un cambio profundo, incluso cuando el sujeto se encuentre confrontado a una fuente mayoritaria. Sólo la referencia a los costes sociales permite explicar la diferencia entre «mostrarse diferente» y «saberse diferente», y dar cuenta, por consiguiente, de la ausencia de cambio profundo en la situación de influencia mayoritaria.

Más aún. Al explicitarse e intensificarse los costes sociales generados por la diferencia pueden bloquearse los procesos de conversión, como hemos mostrado en un experimento reciente (Mugny, Ibáñez, et al., 1986). Este estudio, de seis condiciones experimentales, estaba destinado a confrontar, por una parte, las predicciones del modelo de influencia minoritaria y, por otra parte, las de un modelo centrado en las relaciones de poder. En todas las condiciones se presentaba a los sujetos un texto minoritario muy favorable al aborto voluntario. La influencia era evaluada sobre una dimensión directa (actitud frente al aborto) y sobre una dimensión indirecta (actitud frente a los anticonceptivos). En tres condiciones se introducía una amenaza baja, mientras que en las tres condiciones [276] restantes se daba una amenaza alta que implicaba un coste social simbólico elevado para los sujetos que expresaran un eventual acuerdo con la minoría. Además de esta variable del costo social (bajo, alto) se operacionalizó una segunda variable en la que los sujetos eran llevados a percibirse unos como identificados con la Iglesia, otros con la minoría, y al último tercio no se le especificaba ninguna identificación (condición control).
Las predicciones resultantes del modelo de influencia minoritaria eran que cuanto mayor fuera el coste social inducido por la amenaza y por la identificación, más el conflicto inducido por la minoría produciría una influencia, aunque de naturaleza indirecta. El otro modelo predecía, al contrario, que la influencia minoritaria sería tanto menos notable, incluso sobre la dimensión indirecta, cuanto más elevado fuera el coste social. Los principales resultados del experimento, realizado con 270 sujetos, pueden observarse en la tabla 11.1.

Tabla 11.1. Puntuaciones medias de influencia directa (aborto) e indirecta (anticonceptivos) (ver al inicio)


Un signo positivo indica un cambio hacia la posición minoritaria

En primer lugar, en las condiciones sin identificación explícita, la minoría obtiene claramente el efecto de conversión esperado por el modelo de influencia minoritaria cuando el coste social es elevado. Al contrario, en segundo lugar, en caso de identificación explícita con la minoría, la influencia (tanto la indirecta como la directa) disminuye cuando el coste social aumenta. Finalmente, cuando los [277] sujetos fueron identificados con la Iglesia, cuanto más aumenta el coste social más son influidos los sujetos por la minoría.
Para nuestro propósito inmediato, es la última línea de la tabla 11.1 la que nos interesa más directamente, ya que muestra que el coste social sufrido por el sujeto es capaz de bloquear el proceso de conversión. Más adelante volveremos sobre los efectos paradójicos que se manifiestan en la primera línea, es decir, cuando los sujetos creen que pertenecen a un grupo mayoritario.
Está claro que hablar de costes sociales supone referirse necesariamente a los dispositivos de poder que los propina y que los crea. Por ello, el poder siempre está presente en los procesos de influencia minoritaria, tanto para crearlos como para bloquearlos. Su puesta entre paréntesis sólo conducirá a dificultades teóricas.
Después del miedo a la diferencia, vayamos ahora al tema del conflicto. La minoría sólo es influyente en la medida en que no dé lugar a ninguna duda en cuanto a su resolución de no ceder (consistencia) y en cuanto a la firmeza de su posición. La consistencia de la minoría testimonia, por un lado, el rechazo del consenso siempre que éste no se establezca sobre sus propias bases y, por otro, muestra su anclaje firme sobre una posición tenazmente tomada. De este modo, la minoría lanza un desafío al consenso mayoritario y desarrolla un poder indiscutible. La mayoría tiene la opción o de eliminar a la fuente de protesta, lo que es costoso y a veces arriesgado, o bien coexistir con ella, lo que le obligará a desarrollar permanentemente un poder de contención de la desviación. En suma, la minoría no expresa sólo una divergencia, sino que también posee el poder de hacerle pagar a la mayoría el coste, bajo o alto, poco importa en este caso, que implica todo ejercicio de poder por parte del dominante. Este es el sentido en el que la minoría instaura un conflicto y es para evitarlo o para resolverlo por lo que se engrana un proceso de toma de consideración del punto de vista minoritario.

La toma en consideración de la dimensión social del conflicto nos conduce a sostener que el sujeto no mantiene [278] su opinión profunda porque su atención esté apartada del objeto, sino porque se movilizan poderosos mecanismos de resistencia, dadas las implicaciones sociales de la situación.

Lo que diferencia la situación mayoritaria de la situación minoritaria es esencialmente la naturaleza de la presión social que se ejerce sobre el sujeto. Las normas sociales empujan al sujeto a ceder públicamente en el primer caso y a no ceder en el segundo. Que uno se alinee en un caso o que se distancie en el otro, lo que prima, en ambos casos, es una exigencia idéntica de conformarse a las normas sociales cuya transgresión está sancionada socialmente. Una vez mostrada su conformidad con las normas, aunque uno se haya conformado mecánicamente, se mantiene o se modifica el propio credo personal en función de factores que no son, tampoco éstos, ni de orden cognitivo ni individual, sino de orden social. Hay, por lo menos, tres tipos de consideraciones sociales entrelazadas que explican la diferencia en los efectos obtenidos en situación mayoritaria y en situación minoritaria.

En primer lugar: la diferenciación en la conformidad. La relación individuo-sociedad (que atormenta a la psicología social desde su fundación) se resuelve, en el seno mismo del individuo, por medio de un doble movimiento de asimilación-diferenciación. El individuo se funde con sus semejantes por la identificación conjunta con las normas de su sociedad, pero, para reconocerse en su especificidad personal y para diferenciarse del «otro generalizado», debe manifestar un distanciamiento personal con respecto a la norma. En otros términos, toda norma suscita una conformidad asimiladora y una resistencia diferenciadora (Codol, 1976; Lemaine y Kastersztein, 1971-1972). ¿Cómo conformarse y diferenciarse simultáneamente de la norma social que rige la relación mayoría-minoría? Si la conformidad con la norma exige un alienamiento explícito con la fuente (mayoritaria, por ejemplo), la resistencia ante la norma pasará por mantener implícitamente la posición personal divergente. Si la conformidad con la norma exige un rechazo explícito de la fuente (minoritaria, por ejemplo), la resistencia ante la norma pasará entonces por un cambio implícito en la posición personal.

[279] En segundo lugar: los entrelazamientos normativos. No hay ninguna situación social que sea simple. Toda situación social pone en juego un conjunto de normas que pueden pertenecer a registros diferentes y que pueden estar más o menos directamente ligadas con los aspectos que resalten en la situación. Lo mismo ocurre en las situaciones de influencia. Cuando se ha cedido por convención, otras normas nos están diciendo que hay que ceder para no romper, o bien que vencer no es convencer, o que uno no debe sentirse obligado cuando ha sido forzado. Cuando se resiste por convención, se es sensible a normas de compensación que incitan a ceder cuando uno se mostró intransigente o a mostrarse flexible frente a los perdedores y frente a los débiles.
Finalmente: la reabsorción del conflicto social. El acercamiento latente hacia la posición de la minoría permite iniciar la vía de un proceso de integración social de la minoría, al mismo tiempo que ofrece al sujeto la posibilidad de una socialización anticipada, o de una pre-adaptación a eventuales mutaciones de las creencias que van en el sentido de una difusión mayoritaria de la posición actualmente minoritaria.

Resumiendo, es cierto que las fuentes minoritarias también ejercen una influencia y que la naturaleza de esta influencia es del tipo de la conversión en el sentido de Moscovici. Es cierto que opera en el sujeto una actividad cognitiva que desemboca, en los términos de Mugny y Pérez (1986), en una reconstrucción de sus creencias acerca de la realidad puesta en cuestionamiento. Pero es el dispositivo formado por el conflicto social, por una parte, y por la presión de las normas sociales, por otra, y, a fin de cuentas, por los juegos de poder, con sus costes sociales implícitos, lo que explica la naturaleza y los efectos de la influencia minoritaria.

En lugar de recurrir a las virtudes del conflicto cognitivo, parece que una explicación más satisfactoria de los cambios de creencias debería apostar por una inversión copernicana de las creencias científicas en lo que concierne a la influencia. Dicho de forma más precisa, se debería admitir [280] que el principio activo de la influencia no reside en los procesos de incitación al cambio, sino más bien en los mecanismos de resistencia al cambio. Tradicionalmente, se han buscado las razones del éxito o del fracaso de la influencia directamente en las modalidades y en las condiciones de expresión de un enunciado que se alejaba de las creencias del sujeto. Ahora bien, todo enunciado que implica un alejamiento en relación con las posiciones del sujeto es, por principio, eficaz, y todo «otro» enunciado produce por derecho, y por el hecho mismo de su expresión, una influencia sobre el sujeto.

Que esta influencia tome cuerpo de hecho dependerá de la naturaleza y de la intensidad de los mecanismos de resistencia que se encuentren movilizados en el sujeto al intentar influirle. Sólo los mecanismos de resistencia movilizados pueden atenuar o bloquear el efecto de cambio. Es en estos mecanismos donde reside el principio activo de influencia y no en las características de lo que es «recibido» por el sujeto, ni en las propiedades de la fuente emisora. De hecho, los efectos paradójicos de la denegación (Moscovici, Mugny y Pérez, 1984-1985; Pérez, Mugny y Moscovici, 1986) van claramente en el sentido de esta explicación.

Pensamos que la razón puede residir en el hecho de que el estado de equilibrio que caracteriza las creencias de un sujeto no es asimilable al estado de equilibrio de una bola de billar en reposo. Sus modificaciones no son asimilables a los desplazamientos de esta bola de billar en .función de la intensidad y de la naturaleza de los impactos energéticos que recibe. Al contrario, el estado de equilibrio de las creencias se encuentra más cercano al estado de equilibrio de los organismos vivos. Es un equilibrio «metaestatable», dinámico, que se mantiene por el gasto constante de energía y por la integración constante de información. Todo elemento que le alcance contribuye a modificarlo y sus efectos sólo se anulan si el sistema moviliza suficiente energía para reabsorberlo.

Así pues, pensamos que se puede sostener, por una parte, que todo mensaje nos influye y contribuye a que funcione nuestro sistema de creencias, el cual sólo se mantiene [281] en equilibrio dinámico si está constantemente nutrido de mensajes que provienen del exterior o engendrados por uno mismo. Por otra parte, todo mensaje moviliza una serie de resistencias. Es la naturaleza de estas resistencias movilizadas lo que da cuenta del hecho de que nuestro sistema de creencias modifique o no sus puntos de equilibrio metaestables.

Y, dicho sea de paso, nos parece que el estudio de la conversión saldría muy enriquecido si recurriera a algunas analogías propias de los estudios de los sistemas auto-organizativos (cf. Dumouchel y Dupuy, 1983). En efecto, la conversión, en la acepción de los sociólogos y del sentido común, presenta claramente alguna analogía con las estructuras disipativas de Prigogine (Prigogine y Stengers, 1979) donde una fluctuación, producida en un punto de bifurcación, invade rápidamente el conjunto del sistema modificándolo de forma radical y global. Una conversión, en el sentido usual, reestructura toda la persona en su conjunto, y parece con frecuencia inexplicable porque responde muy a menudo a causas que parecen ínfimas, y sobre todo que estas causas sólo parecen producir el efecto si se producen en el momento oportuno.
El cambio social

Ha sido necesario un vuelco como el dado por el paradigma de influencia minoritaria para que el cambio social pudiese ser reintegrado en los fenómenos estudiados por la psicología social. Pero la péndola se ha ido demasiado lejos, de modo que ha cargado a las minorías con una responsabilidad demasiado grande. En efecto, todo parece acontecer como si frente a un «instituido social», esencialmente reproductor de las formas sociales existentes, ahora ocurriese que las minorías portadoras de innovación lograsen a veces hacer triunfar su punto de vista, iniciando así una fase «instituyente». Ahora bien, curiosamente, lo social sólo evoluciona en un sentido muy determinado. Sin recurrir a la noción metafísica, en el sentido peyorativo del [282] término, del «sentido de la historia», no obstante, nos vemos forzados a reconocer que los cambios se inscriben siempre en una orientación claramente definida: incremento de la complejidad de lo social, acentuación de la interdependencia de las diversas sociedades, sofisticación de los dispositivos de control y de los aparatos de poder, crecimiento de la parte ocupada por los artefactos tecnológicos en la vida de los seres sociales (y por tanto aumento de su dependencia tecnológica), opacidad, o mediatización de las relaciones entre las personas y las «cosas» al aplicar los saberes técnicos, (concretamente entre sus actos y los efectos producidos por sus actos), aumento del papel desempeñado por el saber científico, etc.
Esta constancia, o esta direccionalidad del cambio social, nos lleva a formular al menos tres suposiciones. En primer término que las minorías portadoras de innovación son sólo eficaces en la medida en que su mensaje se inscriba en las grandes líneas de la evolución social (lo que no hay que confundir con el Zeitgeist, que caracteriza una época particular, que por analogía podemos considerar que es a las grandes líneas de la evolución social lo que las modas, de vestir por ejemplo, son al proceso bio-antropológico de la hominización). En segundo lugar que la sociedad es de una naturaleza tal que sus mecanismos reguladores son al mismo tiempo reproductores y modificadores de lo que ya está instituido: la naturaleza del sistema es preservada y al mismo tiempo se asegura su evolución constante. Finalmente, que lejos de provenir de los «márgenes», o de la periferia, las innovaciones son a menudo engendradas en el centro mismo del sistema, incluso si son las minorías las primeras en sensibilizarse, expresar y recoger los términos del cambio. Las minorías sólo suelen ser los receptores precoces de un cambio iniciado en el interior de lo instituido, cambio que ellas explicitan y contribuyen a difundir.

Estas suposiciones nos llevan a considerar que las minorías eficaces no son directamente productoras del cambio social. A menudo no son sino un instrumento que proporciona la difusión. El hecho de que generalmente sean [283] reprimidas, material o simbólicamente, es un simple indicador de la complejidad y de la heterogeneidad de lo «social-instituido», cuyos componentes no evolucionan todos al mismo ritmo; muy al contrario, lo que, dicho sea de paso, evita probablemente los riesgos de desbordamiento o de fractura que producirían cambios demasiado rápidos.

Uno de los resultados obtenidos en la investigación ya citada de Mugny, Ibáñez et al. (1986) aporta elementos de confirmación empírica a nuestra tesis sobre el papel que desempeñan las minorías en el cambio social. En efecto (cf. tabla 11.1), los sujetos confortados en su estatus mayoritario (inducción de identificación con las instituciones y la población mayoritaria) adoptan las posiciones minoritarias cuando éstas son objeto de una fuerte amenaza por parte de las instituciones sociales. Esto significa que los sujetos mayoritarios, y confiados de serlo, al hallarse a cubierto de las amenazas que pesan sobre las minorías identificadas como tales, sirven de agentes propagadores de las innovaciones. En esta misma situación de amenaza social, los sujetos que corren el peligro de aparecer con una identidad minoritaria (por inducción de la pertenencia) rechazan por su parte las posiciones minoritarias. Son los elementos de la mayoría los que adoptan y difunden las posiciones minoritarias, mientras eso no les ponga a ellos mismos en peligro. En última instancia son, pues, los centros reguladores del poder los que «deciden», endureciendo o no sus amenazas, si una innovación, metabolizada por elementos mayoritarios, va a poder continuar expandiéndose lentamente en el tejido social, o bien si hay que abortarla. La minoría no fuerza el cambio. Éste se extiende en el tejido social en la medida en que es retornado por los elementos mayoritarios y en la medida en que las instituciones aceptan, no queriendo verlo, que estos elementos lo difundan, con el consiguiente efecto amortiguador o desactivador que supone la adopción de un punto de vista minoritario en un contexto social mayoritario.

Esta concepción del cambio social aclara una paradoja que nos inquietaba. En efecto, si fuera la incomodidad del conflicto social lo que motiva el cambio de la mayoría, ¿por [284] qué este cambio se efectúa a un nivel implícito que, dado que es invisible para la minoría, no puede contribuir a resolver el conflicto social? La respuesta es clara. El cambio latente, y sobre todo el cambio sobre las dimensiones indirectas (Mugny, 1982), permite a los partidarios de la mayoría no ser identificados y no identificarse con la minoría, al mismo tiempo que repercute sobre las posiciones de ésta. El cambio sobre las dimensiones indirectas es especialmente apropiado a las exigencias de la situación y es necesario un endurecimiento particular de los aparatos de poder para que incluso este cambio indirecto sea bloqueado.

Conclusiones

El vuelco espectacular que un grupo de psicosociólogos, esencialmente europeos, han imprimido a las concepciones de la influencia, constituía una necesidad teórica de primer orden. Se puede afirmar en adelante con absoluta seguridad que no toda influencia implica la existencia de una relación de dependencia y que las minorías también ejercen una influencia, aunque los mecanismos que activan y los efectos que producen son distintos y específicos.

Sin embargo, no se pueden olvidar dos consideraciones de orden general. Primero, las innovaciones teóricas son siempre herederas de su tiempo. Segundo, tienden a acentuar los contrastes con las posiciones instituidas de las que se demarcan explícitamente. Por lo que se refiere al primer aspecto, en el caso de la teoría de la conversión, esto se traduce en la adopción de un modelo de explicación que nos parece demasiado dependiente de las orientaciones cognitivistas e individualistas que han arraigado con fuerza en estos últimos lustros en psicología social. El papel del «conflicto cognitivo» y de la «validación cognitiva» es probablemente sobreestimado en relación al papel del conflicto social y de las normas sociales que intervienen en los procesos de conversión y de complacencia. Esto se traduce también, en lo que concierne al segundo aspecto, en una cierta subestimación de la importancia de las relaciones de poder que [285] intervienen en todos los procesos de influencia, incluida la influencia minoritaria, incluso si es cierto que no adoptan en ese caso la forma de relaciones de dependencia.

En consecuencia, podría resultar útil reintegrar plenamente el fenómeno del poder en la teoría de la conversión, concretamente con la dimensión de los costes sociales en los que caen las minorías, y poner más hincapié en la dimensión social del conflicto que en su dimensión cognitiva. Estas operaciones adquieren todo su sentido si se pasa a dar una nueva inversión de las representaciones científicas usuales sobre la influencia, situando en los mecanismos de resistencia el principio activo de los procesos de influencia. Es la naturaleza y la intensidad de los mecanismos de resistencia movilizados por un enunciado que va contra el defendido por el sujeto lo que determina la producción, o no, de un cambio en su sistema de creencias. Estas resistencias, lejos de constituir particularidades individuales, están fuertemente reguladas por las normas sociales y por el juego de las relaciones de poder.

La importancia del papel que representan las minorías en la realización de los cambios sociales puede hacernos caer en la ilusión de que éstas constituyen el motor principal, o más exactamente, el principio generador. Sin embargo, nos parece que las características generales de los procesos de cambio social deberían conducirnos a relativizar el papel de las minorías, o más exactamente, a reconsiderar la naturaleza de su intervención. Más que situarlas como creadoras del cambio social, convendría considerarlas como el instrumento de un cambio social que es engendrado y regulado por las instancias de poder de la sociedad.

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